Déjame sentarme a tu mesa, Señor. La de la alegría de comer juntos, la del adiós y la despedida, la del amor extremo y sencillo, la de la fidelidad de los que están desde el primer día, la del sabor amargo de la traición, la del desconcierto por no saber bien cómo será todo, la de tu angustia silenciosa. La de mi vida, apasionada y frágil, que quiere entregarse con la tuya y por eso desea comer este pan, para donarse y dejarse atraer por tu amor siempre nuevo, hasta que nos reencontremos para siempre junto al Padre. (Matías Hardoy)
Saber decir al abatido una palabra de aliento. Saber mirar su dolor, y adivinar los resquicios por donde se abre un mañana. Saber curar sus heridas con discreción y paciencia. Saber aquietar desvelos mostrando una paz posible. Saber sembrar, en su tierra, las semillas de una vida que se yergue, vencedora. Saber amar, en silencio, las flaquezas y desgastes, las roturas y cansancios. Saber contar que el Amor ni se rinde, ni abandona nuestro barro. (José María R. Olaizola, sj)
¿Habéis visto aquí la «penitencia» que Jesús pone ante un pecado evidente? ¿Habéis visto cómo riñe a la mujer? ¿Habéis visto qué condiciones le pone para perdonarla? Si recordáis la parábola del domingo pasado: ¿Le echo aquel padre alguna «bronca» al hijo derrochador, desobediente y cabeza loca? ¿Recordáis que le dijera: «vas a tener que demostrar que estás arrepentido»? Incluso le defiende ante el juicio objetivo e implacable de su hermano. Su perdón es sin condiciones, un «regalo», que es lo que significa «per-dón», un gran regalo inmerecido.
Y es que Dios cuando se encuentra con el pecado, sólo le inquieta una cosa: ¿Qué hacemos para vencerlo? ¿Cómo superarlo? No importa lo que ha pasado, lo que hemos hecho: «Yo tampoco te condeno«. Él lo que procura es hacer que surja algo nuevo en nosotros. Porque la peor situación es la desesperanza, el sentirse «malo», superado, humillado, vencido. Así no hay progreso espiritual ni revitalización cristiana ni eclesial, ni salvación. Y el hombre/mujer se pierde.
Con lo que yo te he dado, Señor, y tú, regalándote por igual a tus hijos díscolos. Con lo que yo te he amado, y tú derramando tu amor sobre buenos y malos. ¿Cómo puedo hacerte ver que merezco más, necesito más, espero más? ¿No los vas a castigar? ¿No exigirás que purguen sus delitos? ¿Vas a seguir poniéndoles la mesa para que devoren mi herencia? ¿No me darás a mí un premio? ¡No! No me intentes convencer confundiendo misericordia y justicia. A mí, que desde joven te he dado todo. Yo que no he fallado un día, cumplidor sin tacha… ¿Cómo es posible? Y tú, en silencio, me miras con dolor y paciencia por todo lo que no entiendo. (José María R. Olaizola, sj)