Este es Jesús. El crucificado. El resucitado. El carpintero. El excluido y silenciado. El explotado. El vendido y entregado. El amigo y compañero. El de los milagros. El que escandaliza. El que se junta con los pecadores. El que anda con mujeres, sus amigas. El que celebra la vida. El que lava los pies. El que hace cosas que no entendemos. El que vive lo que hace. El que abraza. El que tiene miedo. El que camina sobre el agua. El que sana y sigue andando. El burlado y maltratado. El que tiene autoridad. El abandonado por los suyos. Rey y pobre. Sacerdote y víctima. Profeta y Palabra. Este es Jesús. El Milagro de la Cruz. Amante asesinado. Vida que sangra y riega su Reino. ¡Cuídenlo! Lo mío está cumplido. (Susurra, gritándonos). (Marcos Alemán, sj)
Enlace permanente a este artículo: https://www.divinomaestro.com/?p=7312
Lo que nos hace cristianos es seguir a Jesús. Nada más. Este seguimiento a Jesús no es algo teórico o abstracto. Significa seguir sus pasos, comprometernos como él a «humanizar la vida», y vivir así contribuyendo a que, poco a poco, se vaya haciendo realidad su proyecto de un mundo donde reine Dios y su justicia.
Esto quiere decir que los seguidores de Jesús estamos llamados a poner verdad donde hay mentira, a introducir justicia donde hay abusos y crueldad con los más débiles, a reclamar compasión donde hay indiferencia ante los que sufren. Y esto exige construir comunidades donde se viva con el proyecto de Jesús, con su espíritu y sus actitudes.
Seguir así a Jesús trae consigo conflictos, problemas y sufrimiento. Hay que estar dispuestos a cargar con las reacciones y resistencias de quienes, por una razón u otra, no buscan un mundo más humano, tal como lo quiere ese Dios encarnado en Jesús. Quieren otra cosa.
Hay un silencio opresivo, doloroso, vacío, congelado. Nada se mueve. La vida ha huido, precipitada en su deserción, dejando demasiado por decir. Tras la losa yace, inerte, un cuerpo derrotado. Se lamenta, en una quietud ya eterna. Me venció el tiempo, la fragilidad, mi poca fe. Me paralizó no ver que el mundo era otra cosa. Me mató el peso de un ego insaciable. Me desangré por la herida de los sueños incumplidos. Entonces, de repente, una voz. Sal afuera. Calor. ¿Qué es esto que siento? ¿Será posible la esperanza? Sal afuera. Y sabe, en este silencio ahora habitado, que le aguarda la Vida, que unos brazos abiertos le esperan, para bailar, juntos, sobre los restos de su derrota. Dios mismo, de nuevo en su horizonte. Hoy puedes empezar de nuevo. (José María R. Olaizola, sj)
Señor, enséñame tu modo de tratar con los discípulos, con los pecadores, con los niños, con los fariseos o con Pilatos y Herodes… Enséñame a ser compasivo con los que sufren: con los pobres, con los leprosos, con los ciegos, con los paralíticos; muéstrame cómo manifestabas tus emociones profundísimas hasta derramar lágrimas. Esa es la imagen tuya que contemplo en el Evangelio: ser noble, sublime, amable, ejemplar, poseedor de la perfecta armonía entre vida y doctrina; aquella manera dura para contigo mismo, con privaciones y trabajos; pero para con los demás lleno de bondad y amor y de deseo de servirles. Tu constante contacto con tu Padre en la oración, antes del alba, o mientras los demás dormían, era consuelo y aliento para predicar el Reino. Enséñame tu modo de mirar, como miraste a Pedro para llamarlo o para levantarlo; o como miraste al joven rico que no se decidió a seguirte; o como miraste bondadoso a las multitudes agolpadas en torno a Ti; o con ira cuando tus ojos se fijaban en los insinceros. Quisiera conocerte como eres: tu imagen sobre mí bastará para cambiarme. Desearía verte como Pedro cuando, sobrecogido de asombro tras la pesca milagrosa, toma conciencia de su condición de pecador en tu presencia. (Adaptación de la oración de Pedro Arrupe, sj Invocación a Jesucristo modelo)