El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas. Me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan. Preparas una mesa ante mí, enfrente de mis enemigos; me unges la cabeza con perfume, y mi copa rebosa. Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor por años sin término. (Salmo 23[22]
Podemos estrechar miles de manos, y quedar solos, llenos de sensaciones en el borde de la piel. Una sola mano, y sentir en ella el calor del absoluto. Podemos recorrer muchos caminos, y quedar sin futuro llenos de metros en la planta de los pies. Podemos dar un solo paso, y anticipar en él el gozo de la meta. Podemos mirar muchos paisajes, y quedar vacíos llenos de imágenes en la superficie del color. Podemos contemplar un solo horizonte, y ver asomarse en él la plenitud del infinito. (Benjamín G. Buelta, SJ)
Y busco tu resurrección en gestos espectaculares, coincidencias imposibles o cambios radicales. Pero ni siquiera a Tomás, tu amigo, le diste esas señales. Sino que enseñaste tus heridas y tu carne dolorida, un costado abierto y unas manos atravesadas. Hoy, ante mis dudas, vuelves a apuntar a tus heridas. Hoy no ya por clavos y lanzas. Sino en tu cuerpo, que es la Iglesia, que es el mundo. En tus heridas abiertas hoy me llamas a descubrirte vivo y resucitado. En las heridas sangrantes por la injusticia del mundo. Y en las heridas de mi vida que no soy capaz de curar. Pero, aunque yo me resista y te pida nuevas pruebas, es ahí donde señalas. Y me dices otra vez que crea en ti porque estás vivo y resucitado. (Óscar Cala, SJ)