Porque Tú lo has querido estoy aquí, Señor. En Tu nombre. No he venido yo; me has absorbido en la espiral de amor, que eres con todos. Nadie puede arrimarse a Ti sin que entero lo abraces, lo hagas Tuyo. Sin robarle nada, dándole todo. Del suelo a la cabeza soy regalo tuyo, espíritu que vuela y cuerpo que lo apresa. No puedes ya salirte de este mundo. Me inundaste y, empapado de Ti, te voy sembrando, y al tiempo, me siembro, como grano de trigo, en mis hermanos. No quiero quedar solo. Tu rostro buscaré, Señor. Hasta decirte ¡Padre! Pero sólo te encuentro, cuando, a todo lo que mana de Ti le digo: ¡hermano! (Ignacio Iglesias, sj)
Según Jesús, la luz que lo puede iluminar todo está en el Crucificado. La afirmación es atrevida: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna». ¿Podemos ver y sentir el amor de Dios en ese hombre torturado en la cruz?
Acostumbrados desde niños a ver la cruz por todas partes, no hemos aprendido a mirar el rostro del Crucificado con fe y con amor. Nuestra mirada distraída no es capaz de descubrir en ese rostro la luz que podría iluminar nuestra vida en los momentos más duros y difíciles.