A ti, Señor, me acojo: no quede yo nunca defraudado; tú, que eres justo, ponme a salvo. A tus manos encomiendo mi espíritu: tú, el Dios leal, me librarás. Soy la burla de todos mis enemigos, la irrisión de mis vecinos, el espanto de mis conocidos; me ven por la calle, y escapan de mí. Me han olvidado como a un muerto, me han desechado como a un cacharro inútil. Pero yo confío en ti, Señor, te digo: «Tú eres mi Dios». En tu mano están mis azares; líbrame de los enemigos que me persiguen. Haz brillar tu rostro sobre tu siervo, sálvame por tu misericordia. Sed fuertes y valientes de corazón, los que esperáis en el Señor.
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Siempre me dijeron que estabas arriba, que eras poderoso, omnisciente y juez, que legiones de ángeles te servían y que tenías corona, manto, anillo de rey. En tu nombre y con la biblia, desde siglos, se proclaman reyes, papas, presidentes. Se les sienta en tronos, se les reverencia como embajadores y portavoces tuyos. ¿Cómo imaginarte, entonces, sin atributos? ¿Cómo pensar el mundo sin jerarquías? Si tú eres un Dios sin poder, arrodillado, todo tambalea: la fe, la política, la economía. Pero así quisiste ser, un Dios al revés. Sin rango sagrado, sin incienso, sin letanías, dejándote en mis manos como pan de cada día, tus pies detrás de los míos, hasta desfallecer. Ya no quiero quererte, sin querer de esa manera, siempre en dirección contraria al cálculo y al rédito, sirviendo sin requisitos, hasta el corazón abrirse a una muerte con sentido, a una vida sin barreras. (Seve Lázaro, sj)
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Por las calles empedradas de la capital Jerusalén desfilaba en días de victoria el poder armado, el fracaso del amor. Se prolongaba la mano en el filo de la espada, endurecían los rostros cascos metálicos, el orgullo flameaba en los penachos, y como cola de su manto lo seguía un cortejo de vencidos esclavos sangrando por las piedras. Pero hoy, un galileo pobre pasea el triunfo del amor en el burro de un amigo.
Todo el amor contenido en la estrechez de su cuerpo y de su espacio breve, brilla infinito en su mirada y enciende esperanza en los rostros que contempla. Las aclamaciones del pueblo, sin amo y sin consigna, salen libres de los pechos acostumbrados a encerrarse, y vuelan entre los ramos, fiesta en la danza de palmas y de olivos. Las piedras sin sosiego de los altos edificios acogen ahora el júbilo y gritan como profetas sus viejas historias de injusticias y saqueos. ¡En la noche herida de la historia que jadea con brillo puro de lucero el amor canta su dicha!
(Benjamín González Buelta,
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Reflexión Padre Damían – Parroquia Nuestra Señora de la Paz – Málaga Se escucha en Microsoft Edge Y Firefox
«¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». El comienzo de la fe es saber que necesitamos la salvación. No somos autosuficientes; solos nos hundimos. Necesitamos al Señor como los antiguos marineros las estrellas. Invitemos a Jesús a la barca de nuestra vida. Entreguémosle nuestros temores, para que los venza.
Al igual que los discípulos, experimentaremos que, con Él a bordo, no se naufraga. Porque esta es la fuerza de Dios: convertir en algo bueno todo lo que nos sucede, incluso lo malo. Él trae serenidad en nuestras tormentas, porque con Dios la vida nunca muere. El Señor nos interpela y, en medio de nuestra tormenta, nos invita a despertar y a activar esa solidaridad y esperanza capaz de dar solidez, contención y sentido a estas horas donde todo parece naufragar.
Señor, bendice al mundo, da salud a los cuerpos y consuela los corazones. Nos pides que no sintamos temor. Pero nuestra fe es débil Señor y tenemos miedo. Mas tú, Señor, no nos abandones a merced de la tormenta. Repites de nuevo: «No tengáis miedo» (Mt 28,5). Y nosotros, junto con Pedro, “descargamos en ti todo nuestro agobio, porque sabemos que Tú nos cuidas” (cf. 1 P 5,7).