Cómo dejarte ser solo Tú mismo, sin reducirte, sin manipularte? ¿Cómo, creyendo en Ti, no proclamarte igual, mayor, mejor que el Cristianismo? Cosechador de riesgos y de dudas, debelador de todos los poderes, tu carne y Tu verdad en cruz, desnudas, contradicción y paz, ¡eres quien eres! Jesús de Nazaret, hijo y hermano, viviente en Dios y pan en nuestra mano, camino y compañero de jornada, libertador total de nuestras vidas que vienes, junto al mar, con la alborada, las brasas y las llagas encendidas. (Pedro Casaldáliga)
«El que esté libre de pecado que tire la primera piedra». Poco más hay que decir. El milagro es que te escuchen. Que comprendan tus palabras. Que dejen caer al suelo cada pedazo de roca y decidan no avanzar por la calle de la furia. El milagro es que, al oírte se descubran, reflejados en esa mujer que llora por todo lo que se ha roto en su vida y en su historia. Inesperada victoria de una humildad renacida. Tentación es, en la vida, destrozarnos a pedradas. Es complicado mirarse y reconocer las sombras. Solo cuando tú las nombras algo se mueve por dentro. Es más fácil arrojarnos piedras, insultos, lamentos. Escondernos tras fachadas de perfección aparente. Pero tú insistes, paciente. «El que esté libre de pecado que tire la primera piedra». (José María R. Olaizola, SJ)
Hace mucho, mucho tiempo, cuando era joven, quise volar suelto. Quise vivir a mi aire, y abandoné mi casa, tras pedirle a mi padre que me anticipase la herencia. Él me dio mi parte, y sin siquiera mirar atrás, me fui. Allá quedaron él y mi hermano mayor. Durante años fui un vividor. No quería saber nada de ellos. Nunca les escribí ni les busqué de nuevo. Tuve las mujeres que quise. Gasté a manos llenas. Me junté con amigos de conveniencia, que desaparecieron cuando se acabó el dinero. Después vino el hambre. Y sólo entonces, cuando no me quedaba nada y la vida se me ponía cuesta arriba, volví a pensar en mi casa y en mi padre. Suponía que me habría olvidado, o que estaría enfadado conmigo. El orgullo me empujaba a seguir como estaba, y aguanté así una temporada larga hasta tocar fondo. Pero el hambre fue más fuerte que el orgullo. Al final me dije que me iría mejor si regresaba. Al fin y al cabo, recordaba a mi padre como un hombre bueno. Ya me encontraría un hueco en su hacienda. El corazón me latía desbocado cuando de lejos se empezó a ver la casa. Al acercarme le vi. Estaba mayor, gastado por los años y quizás por el dolor del abandono. Pero corría ligero, hacia mí. Al principio no supe qué pensar. Luego, al distinguirlo bien, me di cuenta de que reía y lloraba al tiempo, y que me miraba con los mismos ojos buenos de siempre. Llegó hasta mí, y me abrazó. Quise decir algo, pedir perdón, pero ni me dejó hablar. Lloraba. También yo. Y en su abrazo me sentí seguro. Me envolvió en un manto y me hizo entrar en la casa. A mi hermano le costó mucho llegar a entenderlo. Durante un tiempo estuvo enfadado. Yo había sido un mal hijo y un mal hermano. Pero Padre, al acogerme de nuevo, nos sanó a los dos…
Jesús se esforzaba de muchas maneras en despertar en la gente la conversión a Dios. Era su verdadera pasión: ha llegado el momento de buscar el reino de Dios y su justicia, la hora de dedicarnos a construir una vida más justa y humana, tal como la quiere él. Según el evangelio de Lucas, Jesús pronunció en cierta ocasión una pequeña parábola sobre una «higuera estéril». Quería desbloquear la actitud indiferente de quienes le escuchaban, sin responder prácticamente a su llamada. El relato es breve y claro. Un propietario tiene plantada en medio de su viña una higuera. Durante mucho tiempo ha venido a buscar fruto en ella. Sin embargo, años tras año, la higuera viene defraudando sus expectativas. Allí sigue, estéril en medio de la viña.